John Constantine tiene más de un problema. No sólo lidia con seres del Infierno, sino que lo conoce. Ya estuvo ahí, y ahora –haga lo que haga- su alma está condenada. Aún peor: el cáncer de pulmón no se detendrá, no importa cuántos demonios exorcice, cuántos misterios resuelva, o cuántas almas salve. El Cielo no se gana por obras, y él lo sabe: está condenado. Condenado desde chico, cuando recibió el “don” de ver a los demonios y al los ángeles, a esos seres que viven entre los humanos, a los que pocos pueden ver. Condenado.
Condenado al igual que una aparente suicida, la gemela de una detective de la policía que necesita su ayuda para aclarar cómo es que, una creyente, se suicida sabiendo que es pecado mortal –el pasaporte a los fuegos perpetuos del mundo inferior-. Y todo al mismo tiempo que un secreto va hacia Los Angeles, el sitio de nombre ideal donde está por darse un encuentro terrible entre el bien y el mal, una opción que permitiría al mal vencer de una vez por todas y acabar con el balance y equilibrio de esas dos fuerzas en las que los humanos somos meros títeres
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